lunes, 16 de julio de 2007

EL ERA UN HOMBRE BUENO

En la casa de abajo vivieron los abuelos maternos. El abuelo murió repentinamente de cáncer en 1983 y la abuela en 2001, después de una larga década con el mal de Alzheimer. Ni bien falleció la abuela se vendieron y regalaron todos y cada uno de los muebles y objetos de la casa, quedando ésta vacía. Luego de enviudar, la abuela no había querido desprenderse de ningún objeto perteneciente a su esposo, necesitaba recordarlo en cada rincón y así fue hasta que la enfermedad le hizo perder la memoria y su noción del tiempo y el espacio. El abuelo era de esos que todo lo arreglaban, lo pintaban, lo reparaban, y aunque los muebles ya no estén, la estructura de la casita sigue teniendo en puertas, paredes y habitaciones las reformas que él le hizo alguna vez.

Son dos casas comunicadas por un patio en común. Es decir que se puede ir de una a la otra sin salir a la calle. Vivimos en la casa de arriba, mis dos hermanos y yo nacimos en esa casa. Originalmente mis abuelos alquilaban la de abajo, pero un golpe de suerte permitió que ganara el premio mayor de la lotería de fin de año el 28 de diciembre de 1973 y pudiera comprar esa casa y la de arriba. Así que mis padres se casaron y se fueron a vivir allí. La familia unida. Luego tuvieron tres hijos. Jamás se mudaron y hasta el día de hoy habitan la casa de arriba. En la de abajo no vive nadie, porque ninguno de nosotros lo quiso. Mis padres tampoco han querido alquilarla a terceros.

Cuando falleció la abuela pasaron meses antes que alguien bajara a esa casa. Existía la sensación de verla aparecer enferma y demacrada, como estuvo durante sus últimos años de vida, y nos daba cierta impresión. Su ausencia generaba una presencia mucho mayor. Solo mi madre bajaba a limpiar o a sacar muebles. Recién una Navidad bajamos nuevamente a la casa vacía, para reunir allí a algunos amigos pasada la medianoche. Así, poco a poco, fuimos bajando más seguido, utilizando el lugar para reuniones. Un día mi hermano llevó su equipo de música, una tele y puso unos sillones que le regaló un amigo al irse del país. Y nada más. Hasta el día de hoy en la casa de abajo solo hay eso: un living destartalado y un equipo de audio. Celebramos allí los cumpleaños, nos juntamos con gente, usamos los dormitorios como depósitos de cosas varias (frazadas y acolchados, ventiladores y estufas, revistas y bicicletas). Hay una heladera vieja del año ’52, cuando mis abuelos se casaron, que aún funciona y enfría mejor que ninguna. Y nada más.

Mi hermana no llegó a conocer al abuelo por unos días. Él falleció el 15 de abril de 1983 y ella nació el 27. Yo estaba por cumplir los 8 y mi hermano los 6. Mi madre enterró a su padre con una panza que reventaba. Hermana Menor nació asfixiada y los médicos tardaron 10 minutos en revivirla, a causa de las angustiosas últimas dos semanas del embarazo. Su nacimiento nos cambió la vida a todos. Trajo luz, nos llenó de dulzura, le devolvió la vida a una familia que estaba sumida en una profunda tristeza. Fue tan repentina la muerte del abuelo, a sus 59 años, que jamás terminamos de asumirla. Mi hermana creció con la presencia del abuelo en cada relato, cada anécdota, cada recuerdo, cada historia. Ella afirma que siente que lo conoció, porque fue tanto lo que le hemos hablado de él, que lo reconstruyó en su mente de manera vívida.

Fue un tipo sensacional. Ya no hay hombres así. Una buena persona, muy inteligente, multifacético, hiperactivo, amante de su familia, el mejor padre de su única hija, el abuelo ideal para sus nietos. Había nacido en Pontevedra, España, en 1924. Vino de niño a Uruguay, a los 10 años hombreaba bolsas en el puerto. Trabajó en muchos lados, pero se jubiló siendo inspector de Cutcsa. Era electricista y se encerraba en su taller de la casa de abajo (que se mantiene tal cual, incluso sus herramientas siguen allí). En ese lugar me pasaba largas horas viéndolo trabajar, con Radio Clarín sintonizada en la radio capilla de madera que aún está en el mismo lugar. Nos adorábamos mutuamente. Me llevaba a la escuela todos los días y de camino me compraba polvorones en la panadería. El día que murió, mi madre me despertó a la mañana y me dijo: el abuelito se fue al cielo. Yo no llegué a comprender la situación del todo sino hasta unos días después, porque como había estado internado más de dos meses creía que seguía allí. Fue la primera vez que supe lo que era morirse. La abuela lloraba todo el día y yo lloraba con ella. Todo nos recordaba al abuelo, que ya no iba a volver. El nacimiento de mi hermana nos ayudó a salir de esa depresión, y pusimos toda la esperanza y energía en esa hermosa bebé que estaba creciendo y desbordaba de amor.

Era el hombre más ateo que conocí. No solo no creía en Dios, sino que lo fundamentaba. Había leído la Biblia no sé cuántas veces y decía que era la mejor obra de ciencia ficción jamás escrita. Yo no fui bautizada ni me hablaron jamás de Dios sino para decirme que no existía. O sea que supe de Dios a partir de la negación de Dios. Y jamás creí en Dios, tan solo creí en mi abuelo. Él era Dios para mí, y en él pienso cada vez que necesito aferrarme a algo. A su recuerdo me sujeté en algunos momentos difíciles de mi vida, segura de que él me estaba escuchando.

Conocí al fantasma del abuelo el 2 de enero de 2006. Mi familia estaba ansiosa por presentármelo. Me mostraron una foto en un celular mientras mi madre me explicaba que esa diminuta mancha blanca de ahí atrás era igual a la cara su padre. Me dijo que seguramente el fantasma del abuelo habitaba la casa de abajo. El primero de año de madrugada, mis dos hermanos y un amigo se habían sacado una foto con la cámara de un celular en la puerta de la casa de abajo. Al ver la foto descubrieron una mancha en la ventana de atrás. Parecía una cara mirando a través del vidrio. Pero adentro de la casa no había nadie.

Así pasó a cobrar otro sentido lo que unas semanas antes había vivido Hermana Menor. A fines de diciembre ella estaba con un amigo en la casa de abajo, preparando un café en la cocina, cuando sintió una suerte de soplido en su nuca. Se dio vuelta pensando que era su amigo, pero éste la esperaba en el living. Una correntada, pensó. Al rato, mientras tomaban el café, su amigo empezó a sentir náuseas, mareos, y la sensación de que había alguien detrás. Se puso pálido, se angustió y sintió la necesidad de salir inmediatamente de la casa. Sentado en el cordón de la vereda se sentía ahogado, sin poder explicar lo que sentía. Le dijo a mi hermana que había sentido una presencia extraña, indescriptible. Cuando tiempo después supo de la foto en el celular se negó a volver a entrar a la casa de abajo.

Desde entonces convivimos con el fantasma. Inicialmente mi madre elaboró una hipótesis, cuando supo que los restos reducidos de mi abuelo se habían perdido en el cementerio –habían pasado 23 años- y un funcionario le dijo que muy posiblemente hubieran sido cremados y tirados. Ese suceso la había dejado muy angustiada, asoció esos raros hechos y se auto convenció de que el abuelo no estaba descansando en paz, por eso había vuelto. Nos quiso convencer a todos de esto, al principio nos burlamos, pero con los días le fuimos restando importancia. Luego supimos que ella había hablado con una persona conocedora de casos paranormales, quien le había dado una ‘receta’ para que el ‘fantasma’ se presentara. Así que de vez en cuando iba a la casa de abajo y dejaba una vela prendida en el taller del abuelo, lo llamaba, le decía alguna cosa. Jamás tuvo señales de ningún tipo, excepto algún que otro escalofrío cuando bajaba a limpiar. Le aseguraron que podía tratarse de una presencia real, que esas cosas son comunes y que si su alma había vuelto era porque tenía algo que decir, un asunto pendiente o algo así. Incluso existía la posibilidad de que el supuesto espíritu buscara comunicarse con mi hermana, ya que siempre que pasaba algo extraño estaba ella presente. Por la intensa historia vinculada a la muerte de uno y el nacimiento de la otra, tal vez se quería contactar con ella o a través de ella. Hermana Menor se impresionó mucho. Mi hermano y yo no supimos qué pensar. Mi padre nos trató a todos de locos. Mi madre sigue buscando señales hasta hoy.

Intento ser escéptica, pero a veces me gana la situación. Quizás el fantasma, o el espíritu, o la presencia en cuestión no es otra cosa que la suma de todos nuestros miedos y recuerdos. Hemos mantenido tan vigente la memoria del abuelo a pesar de los años que pasaron desde su muerte, hemos querido transmitirle tanto a mi hermana una descripción viva del abuelo que por escasos días no la conoció, hemos asociado tan fantasiosamente los hechos de la muerte y el nacimiento, hemos aguantado tantos años a mi abuela llorando a su marido y besando su foto, hemos preservado tan intacto lo que él hizo y su lugar de trabajo, que el abuelo nunca se fue del todo.

Como el cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar, donde los miedos van encerrando a la familia que la habita, y la sugestión los separa de los diferentes lugares de la casa, nuestro fantasma ha tomado la casa de abajo. Con todos los recuerdos que se mantienen, con todas las historias allí ocurridas, con la vida y la muerte presente en cada rincón, hemos tapiado nuestra propia historia familiar. A esta altura nada mejor podría pasarnos que ver nuevamente al fantasma del abuelo, y que nos diga a qué vino. Posiblemente esté interesado en saber por qué lo estuvimos llamando durante tanto tiempo.


NOTA: Este post es el resultado de un juego experimental con Hermana Menor Clementina. Partimos de la consigna de “escribir sobre el fantasma”, sin saber qué había redactado cada una hasta el momento de publicar las dos historias en forma simultánea.